Desde el primer instante en que pisé Ankur me enamoré del trabajo que las hermanas están llevando a cabo en él. En una ciudad como Bombay, donde prima el caos, la suciedad y la injusticia, este hogar de acogida sólo es equiparable a un paraíso. Lo primero que me llamó la atención al entrar en el edificio fueron las impecables condiciones de higiene; por fin el orden, la limpieza y un sitio donde se puede respirar y vivir. Lo segundo fue la forma en que las niñas se relacionan con las hermanas; lejos de mi idea preconcebida de un grupo de monjas católicas con un punto de severidad y rectitud, las hermanas son de lo más amable y dulce que uno se puede imaginar. Las niñas las rodean, abrazan y besan como si éstas fueran sus madres. El amor y el cariño impregnan el ambiente y dentro de mi corazón me siento tremendamente agradecido por colaborar en hacer este milagro posible. Y es que en Bombay, donde millones de personas viven la más cruel de las realidades concebidas por el ser humano, presenciar un sitio como Ankur es ser testimonio de un acto divino. Un acto divino con cara y nombre, fruto del esfuerzo y entrega de un grupo de mujeres que lo da todo para que doscientas diez niñas, víctimas con un pasado inhumano, tengan una infancia digna y feliz. Desde ese día me he comprometido con las hermanas a ayudarles en todo lo que estuviera a mi alcance y mi esperanza es que muchos otros apoyen esta causa y contribuyan para que estas niñas tengan la infancia y el futuro que se merecen.
Ankur from Niños de la India on Vimeo.
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